Os contaré una cosa: odio los
martes. Pero no de ahora, sino de siempre. Si hay algo que te pueda salir mal,
probablemente sea en martes. Y como no, para no romper la tradición, hoy no ha
sido mejor día.
He comenzado la jornada desvelándome
porque mis padres me han dicho que quieren vender el coche. A parte de porque
haga falta el dinero, por ahorrarnos su mantenimiento. Más tarde, he acompañado
a mi madre al médico por una manchita que le ha salido debajo del pecho. Nada
preocupante. Y después de esa lucha contra viento y marea para llegar a casa,
literalmente por la meteorología, he preparado la primera clase particular que
tenía a la tarde.
El día se ha torcido cuando he
tenido que engullir la comida porque mi querido novio se había equivocado con
la hora de su psicóloga. Y tras esperar una hora para la que iba a ser nuestra
terapia de pareja, mientras él estaba dentro contando sus cosas, sale tan
campante de la consulta y me dice si nos vamos. ¿Cómo qué nos vamos? ¿Te he
acompañado a tu terapia porque me lo has pedido, para arreglar nuestras
diferencias, y tras una hora en la que me he quedado helada, y he tenido que
escuchar en la sala de espera estoicamente y a todo volumen una de las
canciones que más me hacen llorar, me dices que nos vamos? ¿Acaso es esto
normal o soy yo la rara?
Por supuesto, mi enfado no se ha
hecho esperar más allá de la puerta del portal de la consulta. Se le ha
olvidado decirme que pasara. Y me he sentido como un perrito abandonado en una
gasolinera.
El viaje en metro ha consistido en
silencios, suspiros y respuestas monosilábicas por mi parte, mientras él me
pedía perdón e intentaba sacar cualquier tema de conversación. Sin darle un
beso y, tras decirle “cuando te acuerdes
de que tienes novia, hablamos”, me he marchado rumbo a mi primera clase
particular en mucho tiempo.
Mis padres me habían metido en la
cabeza cosas como “ten cuidado donde te
metes, es muy arriesgado ir a una casa sin conocer a las personas de antemano”
o “hoy en día se escucha de todo”.
Así que mientras volvía a luchar contra viento y marea, encontrar el portal
después de pasar cuatro veces por el mismo sitio y comerme una barrita de
cereales como merienda, he escrito en mi móvil un mensaje de “avisa a la poli”
al que solo le faltaba dar a enviar a una amiga que vive en la misma calle. No
podía dejar de reírme de mi propia paranoia. Todo sea por mi instinto de
supervivencia.
Al llegar a la casa, madre e hijo me
estaban contemplando desde la puerta con sendas sonrisas. La típica situación
normal que cabía esperar. La clase con este niño se me ha hecho más amena de
las que solía dar a mi anterior alumna, y hora y media después me he
descubierto borrando entre más risas el “mensaje de emergencia” mientras salía
del portal.
Al volver a casa, no he podido
resistirme a llamar a mi novio y disculparme con él. Me ha preguntado a donde
iba y, tras un incómodo silencio, le he propuesto quedar. Un rato después nos hemos
reído de esa conversación, ya que el pensaba insistir a toda costa para vernos.
Tal para cual.